CÓNCAVO,
CONVEXO
Ya en la cola de embarque
cruzamos nuestra primera mirada. Lo recuerdo perfectamente. Todo. Los detalles
de su vestimenta: la sudadera de capucha azul con el logo de una marca
deportiva, los vaqueros de marca con bolsillos raídos, el negro flequillo que
le cubría media cara… su sonrisa de
golfo… Me pareció de esos hombres tan atractivos
que nunca se han molestado en preguntarme ni la hora. Pero quizá por la
proximidad de nuestros asientos, P25 Y V26,
estuvimos las diez horas de vuelo charlando, como si nos conociéramos de toda
la vida. Antes de aterrizar, intercambiamos nuestros números de teléfono.
Eran mis primeras vacaciones
desde hacía mucho tiempo. Con César, mi ex, había montado una empresa de
restauración, seis años atrás, pero todo se fue al garete, la empresa y el
matrimonio. Menos mal que no tuvimos hijos. Me asocié con Carol y con mucho
esfuerzo conseguimos reflotarla. Y por fin me cogía dos semanitas de vacaciones,
casi empujada por Carol, que insistía en que «estás muy desmejorada, tienes que
relajarte y divertirte, reina». Y decidí seguir su consejo.
Cuando el avión aterrizó en aquella
isla paradisiaca, recogí mis maletas y tomé un taxi. No había ni empezado a
deshacer el equipaje en el hotel cuando sonó el timbre del móvil. Era él,
Pablo, que me preguntaba si me apetecía salir a cenar. Resultó que se alojaba a
dos avenidas de mi hotel.
Nerviosa, acepté su
invitación. ¿Por qué no?
Las dos semanas que siguieron
a esta primera cita las viví como un sueño. Desayunos en la cama, servidos en una
bandeja con flores por el personal del hotel, (el suyo o el mío, todo nos
parecía bien); piscolabis en la playita… Después del almuerzo, cócteles y por
las noches, antes de dejarnos llevar por los deliciosos combinados de la
terraza, llenábamos el estómago con las excelentes carnes a la parrilla que
preparaban al lado de la piscina. Nunca antes me había sentido así, como una
reina.
Engordé ocho quilos.
A la vuelta de las idílicas vacaciones
estaba más llenita. Los vaqueros no me entraban, así que tiré de la ropa de
antes de la ruptura, más ancha. Lo que perdí con la depresión después del
divorcio lo había recuperado con el relax de las vacaciones. Mis amigas me
decían: «estás fenomenal, hija, parecías un cadáver, un alma en pena, ahora
vuelves a ser tú» y yo, la verdad, me veía estupenda. Mis pechos, el culo, y
sobre todo, la cara, habían vuelto a tener vida, después de tan largo letargo.
Pero a Pablo no le pareció lo
mismo.
Después de dos breves encuentros, en los que le vi muy frío y distante, dejó de contestar a mis llamadas y mensajes. Desesperada, provoqué un encuentro a la salida de su estudio de arquitectura.
Después de dos breves encuentros, en los que le vi muy frío y distante, dejó de contestar a mis llamadas y mensajes. Desesperada, provoqué un encuentro a la salida de su estudio de arquitectura.
—Nena— me dijo—, deberías
hacer algo de ejercicio—, soltó el muy cabrón,
y me entregó, apático, la tarjeta de un gimnasio. Después se largó con la
excusa de no sé qué reunión de última hora.
Nunca se me olvidará lo que me
jodió su consejo. Pero lo seguí y me acerqué a un gimnasio a informarme.
Con el menú de actividades
programadas en una mano y una copita de vino en la otra, contemplaba a través
de los cristales del bar del gimnasio cómo las gruesas gotas de lluvia golpeaban
sin compasión, igual que las lágrimas que a duras penas contenía se estrellaban
contra mis retinas.
Entonces, una chica en chándal
rosa fosforito que sorbía con una pajita una bebida isotónica a mi lado, se
giró y me tendió un clínex.
—Hoy es el primer día del
resto de tu vida. Es que vengo del yoga y es lo que nos han contado esta tarde.
¡Y me encanta este mensaje!
Y con una sonrisa transparente
como el vidrio que sostenía, se terminó el refresco, recogió su mochila y salió
del local
Me quedé pensando en su frase,
dándole vueltas. Y tras apurar la copa y abrocharme el abrigo pagué la
consumición y me dirigí a la entrada. Forcé una sonrisa frente a la puerta
giratoria del gimnasio al salir.
Y me vi guapa.
Al pisar la calle me sumergí
en el aguacero y, dejándome mojar por la persistente lluvia, dirigí mis pasos
hacia ningún lugar, feliz, saltando en
los charcos como la niña rolliza que fui hace treinta años, sintiendo las gotas
deslizándose por mi rostro, calándome, empapándome.