EL
ADMINISTRADOR DE FINCAS
Cada vez llevo peor estas
reuniones, se me sube hasta la tensión. Pero en la oficina somos solo dos, mi
socio, Guillermo, y yo. Y su cardiólogo le ha dejado muy claro que debe evitar
cualquier situación estresante si no quiere sufrir otro infarto. Así que no me
queda alternativa. Solo espero que lo de hoy termine cuanto antes, a ver si
llego a tiempo de ver a mi hijo Rubén apagar las velas de su décimo cumpleaños.
—Bien, señores —pongo la voz
grave y estiro la corbata, como para darme un brío que no tengo— son las ocho.
Parece que estamos todos, así que podemos ir empezando. Aquí traigo el Libro de
Actas, si les parece vamos a…
—¡Un momento, señor
administrador, que no estamos todos! —. Ya me imaginaba yo que la primera
intervención no tardaría en llegar. Esta es doña Mercedes, calculo que tendrá
unos setenta. Siempre asiste a las reuniones como si fuera a una cita, repeinada
de peluquería y con un tinte de uñas nacarado. Mucho arreglarse, pero no se le
quita el olor a lejía. —Falta la del segundo derecha, que siempre falta, parece
que todo le importa un comino. A saber si está al día en los pagos. Esa chica
es muy rara: los fines de semana llega a las tantas, que la veo yo a través de
las cortinas. A mí es que me gusta madrugar, para pensar en mis cosas y…—
Mal empieza el asunto.
—La del segundo derecha, doña
Mercedes, —interrumpe el jefe de escalera—, me comunicó que no asistiría y que
daba por bueno lo que decidiera la mayoría. Y sí, está al día en los pagos,
puede usted quedarse tranquila. Y no hemos venido a hablar de si entra o sale,
sino del cambio de jefe de escalera, que por cierto este año le toca a usted. Y
de las posibles obras pendientes.
Doña Mercedes pilla un
catálogo de un supermercado que hay en el suelo y se pone a leerlo muy
concentrada, haciéndose la loca. Cualquier cosa antes que reconocer que ha
metido la pata.
Este tío es nuevo en la
comunidad, parece majo. Son solo diez propietarios, pero sé por experiencia que
el jaleo está garantizado, sean diez o cien. Ahora es el del cuarto izquierda,
un cincuentañero arrugado, calvo y con gafas de lupa, el que toma la palabra para decir lo mismo de
siempre, qué cansino.
—Sería muy conveniente y
necesaria la instalación de un ascensor—siempre comienza las frases con un tonillo
pedante para luego caer en su auténtica esencia. —Me fatiiigo mucho, aaay, —se
lamenta golpeando con el bastón (bastón de Camino de Santiago, no de ciego) en
el suelo— subiendo las escaleras y he oído que te lo puedes quitar de Hacienda.
Mi esposa casi no se puede mover de casa, la pobre está muy trabada, esto es un
horror y un sinvivir —baja la vista hacia sus zapatillas de cuadros rojos y
negros y se frota los ojos, como retirando una lagrimita inexistente. No voy a
entrarle al capote diciéndole que con su mujer coincido con las bicis todos los
domingos en el parque. Aunque ganas me dan.
Me aflojo la corbata y el
cuello de la camisa, me seco el sudor de la frente y repito la misma cantinela:
—Lo del ascensor, señor Pérez,
ya quedó zanjado hace un año. No hay hueco en la escalera ni se puede ocupar la
acera, es imposible. Bien, sigamos. Este año se ha cambiado el portero
automático, se ha pagado a la limpiadora, la factura de luz de la escalera y la
minuta de mi despacho. No ha habido más gastos. Como acordamos, he traído tres
presupuestos para el arreglo del tejado y solucionar el tema de las humedades
que afectan a los vecinos de los dos últimos pisos.
—¡Habría que arreglar la
fachada y pintar el portal! —chilla el propietario de los dos terceros, que por
cierto todavía no ha ingresado los tres últimos trimestres. —Parecemos los
pobretones de la calle. Y el tejado no es lo único que provoca humedades, como
si los que no vivimos en el quinto no sufriéramos lo nuestro. Aquí traigo unas
fotos de cómo tengo el dormitorio por las filtraciones de las bajantes, miren,
miren.
Varias vecinas se arremolinan
en torno a las fotos y se las van pasando, fijándose más en los muebles y
cortinas que en las humedades.
—¡Uy, Ramón, que papel pintado
más bonito! Y esa cómoda me gusta muchísimo —exclama doña Mercedes manoseando
las fotos. —La verdad es que la decoración de esa vivienda, por lo que atisbo
a comprobar por encima del hombro de esta mujer, serviría muy bien de decorado
para la serie de televisión «Cuéntame».
Pero me callo.
—Sí, lo escogió mi hija
pequeña, la Yasmina —dice, orgulloso—. Ya sabe usted que es peluquera y tiene
muy buen gusto. Pero no es una cómoda, qué va. Es un mueble zapatero. Así queda
muy bien ordenadito todo el calzado y luego lo encuentro enseguida, una
maravilla.
Miro disimuladamente el reloj.
Llevamos así una hora y esto no avanza. Interrumpo a doña Mercedes, la única
que está sentada en una silla. Siempre se trae una silla de camping, de esas de
tijera. Los demás estamos de pie en el portal. Menos el vecino del segundo
izquierda, que parece más normal, el resto ha ido haciendo grupitos y conversan
animadamente de diversos temas, por supuesto muy ajenos a la reunión: que si la
de la tienda ya no fía, la muy bruja; que si la limpiadora no deja bien los
cristales; que si a ver si se mueren de una puñetera vez todas las palomas del
mundo, que me dejan perdido el tendal con sus cagadas…
Ante este callejón sin salida,
recuerdo el consejo de Guillermo y saco la carta que siempre hay que tener
escondida en la manga para estos casos, «no falla en estas comunidades de
tercera, Luis, hazme caso», me había insistido.
Y ahí me lanzo, convencido
pero con reservas.
—Bueno, sigamos con lo que nos
ha traído hoy aquí. En la cuenta hay un saldo de 152 euros. El presupuesto más
asequible para la obra del tejado es de quince mil euros más IVA. Sugiero una
derrama de cien euros al mes por piso, y dentro de un año nos volvemos a reunir
y se decide.
Doña Mercedes, como si tuviera
un petardo metido en el culo, pliega la sillita e inicia un rápido ascenso a su
piso, las varices parecen haberle dado una tregua. El propietario de los dos
terceros sale disparado a la calle, mascullando «qué tarde se me ha hecho, Dios
mío, tengo que comprar la cena». El del ascensor se lamenta de la poca
solidaridad con su causa y escapa escaleras arriba arrastrando los pies y
resoplando a cada escalón. El resto se escabulle como puede. Solo quedamos el
nuevo del segundo izquierda y yo.
Me aprieta calurosamente la
mano y me da un golpecito en la espalda. No hace falta decir más.
Miro la hora. Las diez. Quizá
todavía llegue a tiempo de comer un trozo de tarta.