LAS
GAFAS
Me despertaron unos ruidos que procedían
de la biblioteca y supuse que sería mi suegro, que solía encerrarse allí a
fumar a escondidas. Descalzo para no hacer ruido, avancé de puntillas por el
pasillo hasta encontrarme frente a la puerta entornada. Vi una luz por debajo y
la empujé suavemente. Cuando entré tuve que pellizcarme un brazo, no me lo
podía creer: en una butaca de orejas, a la
altura de donde quedaría la cabeza de una persona sentada, distinguí unas gafas
de sol con montura rosa suspendidas en el aire. Enseguida las reconocí: aquella
mañana mi mujer había ido al mercadillo y, como siempre, había regresado con
varias bolsas llenas de trastos inútiles.
Sin moverme
del sitio, estuve observándolas un rato. Giraban de izquierda a derecha,
frenéticas, a la misma velocidad con que las hojas del libro que tenían
delante, también ingrávido, pasaban como azuzadas por una corriente de aire.
Miré en derredor: las ventanas estaban cerradas. Una fila de libros iba
turnándose de la estantería a la butaca y luego de vuelta a su balda. Me pareció
que las gafas me miraban y me hacían un guiño. Como era tarde y se me cerraban
los ojos, decidí volverme a la cama; ya seguiría investigando el asunto.
A lo largo de
esa semana me mantuve al acecho, espiándolas. Cuando terminaron de leer todos
los volúmenes de la enciclopedia, mi colección de tebeos y los libros de
viajes, pasaron a las novelas de mi esposa y luego a los álbumes de fotos;
parecía que no se contentaban con nada, todo les sabía a poco. Después
siguieron su incursión por el botiquín del baño, leyendo atentamente las
instrucciones de los medicamentos. También me las encontré en la cocina,
estudiando los envases de los productos de alimentación y limpieza. Esto pareció
aburrirlas un poco, ya que los siguientes días no se movieron de su estuche.
Hasta que el
sábado por la noche las vi salir tan campantes de casa, con unas lucecitas a
los lados. Me pareció algo extraño, pero las dejé marchar. Un poco de aire no
las vendría mal. El domingo por la mañana estaban quietecitas en su estuche; eso
sí, manchadas con unas gotas de kétchup y con el sello de una discoteca en los
cristales.
—Esta es una
casa decente —les solté, enfadado. Me salió así, sin pensar—. Aquí hay que cumplir
unas normas.
Durante la
siguiente semana estuvieron muy tranquilas, mirando revistas y echando un
vistazo al periódico. Pero el sábado, al levantarme, me las encontré rotas y
ojerosas junto a la taza del baño. Apestaban a alcohol. Y eso no lo soporto.
Me agaché a
su lado y las sujeté mientras vomitaban. Después las limpié con un paño húmedo,
les puse una cadena en las patillas y las guardé en el armario del garaje,
anudadas a un gancho. Antes de cerrar la puerta vi que se les caían unos
lagrimones. Me dieron algo de pena, pero me prometí que no las sacaría de allí
por lo menos hasta el lunes.