EL
MEDALLÓN
Es de noche cuando Birgit regresa
a la aldea nevada donde aguarda impaciente su madre, enferma de luto. En el
tanatorio de la ciudad ha identificado el cadáver incorrupto, ha reconocido el
rostro que llena las paredes y estantes de su casa convertida en santuario hace
más de cincuenta años.
De pequeña, disfrutaba haciéndose
la dormida cuando su padre venía a darle un beso antes de salir de caza. De
aquel último le quedó un sabor salado, como cuando su madre la sacudía con el
atizador.
Roald nunca se ausentaba más
de uno o dos días. La búsqueda por las montañas resultó inútil. Nunca
encontraron su trineo, ni su cuerpo.
Un repentino movimiento del
glaciar le trajo de vuelta. Tal y como le recordaba. Ahora arrastra los pies
sobre la nieve del camino a casa, se detiene al borde del risco y se asoma al vacío. Se
gira para contemplar la silueta de la octogenaria en la ventana iluminada. Duda.
Afloja el puño. Abre de nuevo el colgante. Dentro, la imagen de una desconocida
con un niño. Y su padre. Abrazándoles.
Lo mete en el bolsillo del
gabán y con una mirada de hielo enfila sus pasos hacia la cabaña.