SE VENDE
Al salir no
podía evitar mirar de reojo la puerta de su apartamento: dieciocho metros
cuadrados de dulce hogar, no pedía nada más.
Cada mañana
se despertaba cuando aún no había amanecido y acudía puntual a su trabajo:
media jornada retribuida en el almacén donde dedicaba unas diez horas diarias,
pero él se sentía afortunado. Mientras tanto, hordas de posibles compradores
irrumpían en el piso revolviéndolo todo, arrasando sin compasión, pero tampoco
le importaba. Por las noches comía algo caliente por ahí y a su vuelta limpiaba
el desastre, leía algún catálogo y se echaba a dormir.
El
vigilante nocturno de la mueblería sueca hacía la vista gorda cuando, a su paso,
el pobre infeliz se escondía debajo de la cama.