FANTASÍAS
ANIMADAS
De pequeña oía decir a mis
padres que soñar era gratis. Como éramos pobres de solemnidad, yo me lo tragué
tan contenta y me dispuse a alimentar a los monstruos agazapados en mis
pesadillas con truculentas historias. Durante mi infancia y juventud los
tuve sometidos, o eso creía yo, que mis largas noches de terapia con los
peluches me costaron.
Luego yo crecí y ellos se
multiplicaron y, agobiados por la falta de espacio, decidieron pasar a la
acción: hace ahora casi tres años que se aficionaron a campar a sus anchas del
teclado a la pantalla del ordenador. Al principio algo cohibidos, después con
muy mala uva. Desde entonces solo me dedico a su crianza.
Como nunca tuve claro qué
quería estudiar o hacer con mi vida, un día aposté veinte duros a la primitiva
y me tocó el premio gordo. Para poder dedicar más tiempo a esta prole, contraté
a un paseador de perros, un personal shopper y un monitor de
pilates. «A estos diablillos los domestico yo como sea, que no se crean que se
me van a subir a la chepa así como así», me prometí, solemne, siguiendo los
consejos del artículo de una revista, «cómo enfrentarse a las compañías tóxicas
y mantener un rostro sin arrugas».
Así que lo de que soñar es
gratis, nada de nada. Mantener a esta plantilla incentivada cuesta un dineral.
Las navidades pasadas les tuve que comunicar que no les abonaría la paga extra,
pero parece que se lo han tomado bien: cada viernes por la noche se siguen
turnando los tres para hacer realidad mis fantasías nocturnas. Y hasta ahora no
he recibido ninguna queja.