AL VINO, VINO
Yo, señor, no soy malo.
Tan solo pretendía dar un escarmiento a aquel pecador, desanimarle a que
siguiera viniendo al restaurante todas las semanas. ¿Quién iba a sospechar que
padecía del corazón? Desde luego una dieta sana no llevaba. Tanto le daba zamparse
una pierna de cordero a la brasa, que un bogavante o un besugo al horno, la especialidad
de la casa. ¡Gula, eso es, señor juez! Hasta el plato lamía, qué asco. Y el muy
ladino se ponía rojo como un pimiento si algo no era de su agrado; al final
conseguía repetir ración sin pagar por la segunda. Y eso que ya se encargaba él
de restregarnos su cartera bien repleta de billetes.
En cuanto a mí, qué
contarle… Poco a poco fue minando mi paciencia. Me martirizaba haciéndome
detallar las bondades de cada botella de la carta de vinos, espléndidos caldos
provenientes de los mejores viñedos de la región. Sí, señor, del país también. Se
dejaba asesorar, escogía los más caros y luego se hacía servir un botellín de
gaseosa ¡y los mezclaba! Pues créaselo. El vino, como la sangre de Cristo, señor,
es sagrado para un sumiller. Esto era más de lo que un hombre en su sano juicio
podía soportar. Hasta que lo perdí. El juicio, quiero decir.
Así que un día inyecté
una dosis de insulina en el refresco. Le dieron unos espasmos y se desplomó. El resto de mi declaración está recogida en el
sumario. ¿Cómo dice, señor? Oh, yo con el pescado siempre recomiendo un buen Albariño.
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