¡QUÉ
NERVIOS!
Ha llegado el día del examen y
estoy como un flan, me tiemblan hasta las pestañas. Es la cuarta vez que me
presento a la prueba de «Acceso a la Universidad para mayores de 25 años» y
tengo que aprobar como sea, no puedo perder otro año preparando este estúpido
temario: yo lo que realmente quiero es estudiar Historia, mi pasión desde
siempre. Y estoy hasta las narices de las matemáticas y el inglés.
—¡García Plómez, Palmira! —grita
el funcionario de la puerta de acceso al aula.
Otra vez mal escrito el
apellido. Me acerco vacilante al chico. Por mucha barbita y gafas de culo de
botella que lleve, no es más que un niñato. No voy a permitir que me intimiden
antes de empezar, he de mantenerme tranquila. Intento que mi voz suene firme.
—Es Palómez, no Plómez. Pe, a,
ele… Mire el denei, se han confundido —le alargo el carné que está húmedo del
rato que llevo manoseándolo.
Lo coge y durante unos
instantes me hace un repaso con la mirada, un tanto displicente. Por fin me
franquea el paso.
Tomo asiento en una de las
filas de atrás, para controlar bien la perspectiva. Tengo experiencia
suficiente como para saber que habrá dos personas paseando por la sala para
vigilar que no copiemos y otras dos sentadas delante, haciendo como que leen o
escriben, pero observándolo todo por el rabillo del ojo. La parte de atrás es
la más segura.
—Tienen todos ustedes el
cuadernillo con las preguntas de la prueba sobre sus mesas, bocabajo —informa el presidente del tribunal con voz
de pito—. Son diez preguntas y dispondrán de una hora para contestar. Después,
haré sonar este timbre, así —presiona una campanita, tintintin— y dejarán de
inmediato el bolígrafo sobre la mesa. ¿Alguna duda? Ah, y no olviden apagar sus
móviles.
Miro alrededor. Se nota tenso
el ambiente. Como tengo el olfato muy fino, me llega un olor acre, como de
pánico, de alguno de los estudiantes. A mí me sudan las manos y detrás de las
orejas, pero intento mantener la mente fría, que para eso me he tomado mis
pastillas y tres tilas. Me revuelvo ligeramente la melena para ocultar bien las
orejas y que no se vea el cable del trasmisor. Afuera en el aparcamiento tengo
a mi hijo Luis dentro del coche con un portátil. Me dio un poco de vergüenza
pedírselo, pero es que es muy bueno con el ordenador. Yo le leo las preguntas
—muy bajito y casi sin mover los labios— y él busca las respuestas en internet.
Lo hemos estado ensayando en casa. Por si esto fallara, también tengo un plan
B.
Da comienzo la prueba. Leo
rápidamente los temas. Me calmo. Dos de ellos me los sé, así que empiezo por
ahí y cuando vea la ocasión leeré a Luis uno de los otros e iré alternando. Uno
de los vigilantes me da un golpecito en la espalda. Pego un bote en la silla,
asustada.
—Haga el favor de quitarse las
gafas de sol, que aquí no le hacen falta —me susurra. Su voz es amable, pero
autoritaria. Las gafas me dan confianza, me ocultan del mundo exterior y me
facilitan la concentración, pero no me queda más remedio que obedecer.
Consigo establecer contacto
con Luis y me sopla una pregunta entera. Cuando está terminando de redactarme
la segunda, el trasmisor empieza a hacer ruiditos. En ese momento no hay nadie cerca,
pero noto que los cuerpos de los que me rodean se giran hacia mí, curiosos. Qué
faena, si ya casi lo tenía. Apago disimuladamente la radio y concluyo con algo
de improvisación e imaginación la pregunta.
Respiro varias veces tomando
aire por la nariz y expulsándolo por la boca, como me enseñó el monitor de
yoga. Llevo cuatro preguntas bien contestadas, solo me falta una para el
aprobado. Leo los planteamientos de las seis restantes. La de mates, descartada,
por supuesto. Geografía, ni me la he mirado, ¡con todos los países nuevos que
han inventando desde que yo estudié! Inglés, nada, yo era de francés y de eso
hace mucho tiempo. Comentario de texto, mmm… Miro el reloj y solo faltan quince
minutos, no me puedo arriesgar con esto. No es que se me dé mal, pero sé que
soy un poco lentita.
«Grandes artistas del Renacimiento. Escoge uno y escribe sobre su obra».
¡Mira qué bien! Debajo de la falda, pegado al muslo derecho, llevo un resumen
con la obra de Miguel Ángel. En el otro están los escritores del Siglo de Oro, que
siempre me lío con ellos. Echo un vistazo, no hay moros en la costa. Me infundo
de un valor que no sé de dónde sale y me remango la falda. Empiezo a copiar.
Unas gotitas de sudor resbalan desde mi frente y caen sobre el folio,
emborronando unas letras. No es grave. Termino la prueba y a los tres minutos
suena el pitido, tintintin. Poso el boli y respiro aliviada. ¡Creo que lo he
conseguido! Uno de los bedeles se pasea entre los pupitres y va recogiendo los
cuadernillos. Me cuelgo el bolso del hombro y me lanzo hacia la puerta. El de
la cara de niñato de antes me sujeta del brazo con suavidad, me mira con una
sonrisa condescendiente y me arrastra despacito hacia una esquina.
—Parece mentira, señora
Plómez, a su edad y copiando —no noté reproche en su voz, más bien
complicidad—. Todos lo hemos hecho alguna vez. Si tanto interés tiene en
estudiar una carrera, no seré yo quien se lo impida. Pero vaya con cuidado en
adelante, que la policía no es tonta… —Me guiñó un ojo y me dejó seguir mi
camino.
Afuera estaba esperándome Luis,
algo cabreado conmigo por la encerrona, pero cuando le conté que todo había ido
bien, me dio un beso y arrancó el coche.
—Mamá, eres la leche, me metes
en unos berenjenales… Venga, vamos a tomar un vermú y unas rabas, invito yo. ¡Y
que sea la última vez, te lo advierto!