ESTAMPAS
Vestida
con el traje oscuro de asistir a los servicios religiosos y con el cabello
recogido en un moño, quiso Francesca quedar inmortalizada para el retrato. A
pocos metros de ella, un canoso señor Romanelli abrazaba a su bronceada esposa,
con el azul del Mediterráneo al fondo. Unas filas más allá, el joven Giovanni
saludaba sudoroso a lomos de su caballo. Todos sonreían.
Aunque
era agosto y el sol hacía humear el asfalto de las estrechas avenidas, sentí un
escalofrío. Peor aún fue al llegar a la zona reservada para los bambini.
La pequeña Isabella, con sus coletas despeinadas y su blusa de princesa, miraba
burlona a la cámara. A su lado, unos mellizos diminutos envueltos en un lienzo
blanco aparecían retratados inertes. Ya muertos.
Era
la isla de San Michele, en la bahía de Venecia. Altos cipreses ocultaban en su
interior el camposanto de la ciudad, guardando cientos de sonrisas apagadas
para siempre.