MARIO
La muerte programada, un tema
complejo que araña las consciencias y hace tambalear nuestras convicciones.
No pretendo hacer una apología, ni siquiera convencer. Con esta reflexión en
voz alta intento acercar mi postura hacia una realidad que viví hace dos años.
Mario acababa de cumplir los cuarenta cuando un día se desplomó en su apartamento. Vivía solo. Trabajaba como celador
por turnos en un hospital y dedicaba su tiempo libre a navegar en un
pequeño velero, propiedad de un amigo. Alguna vez nos invitó a salir con él,
una experiencia deliciosa. Coincidíamos los viernes en el bar del
barrio. Solía venir solo, lo cual me sorprendía, pues con su conversación tan
ocurrente y su buena facha siempre me pareció un chico muy a tener en cuenta.
Doce meses tardó su corazón en
asumir lo que los análisis clínicos confirmaban: un tumor localizado en el
cerebro, nada que hacer, cuestión de tiempo. Doce putos meses. Silla de ruedas.
Rehabilitación inútil. Radioterapia innecesaria. Falsas esperanzas. Promesas
sin futuro. Fue entonces cuando comprendí el verdadero significado de las
palabras «desesperación», «sufrimiento», «dolor». Nada que ver con el uso que
solemos darlas a diario: «Me desesperas, Anita, recoge tu cuarto de una vez»; «sufro
cuando me quedo sin batería en el móvil»; «me duele que Jorge no venga a cenar esta noche».
Etcétera.
Mario percibió desde el primer
momento lo que le estaba ocurriendo. No opuso resistencia al tratamiento, al
contrario: se dejaba conducir feliz al hospital donde había trabajado durante
años. Conocía a todo el mundo y se dejaba querer por el conductor de la ambulancia,
los enfermeros y demás personal sanitario: médicos, auxiliares… Todos le
mostraban un cariño sincero.
Pero sé que habría preferido
morir sin agonía. Lo sé porque me lo aseguró entre lágrimas en los primeros días
de su enfermedad.
Cuando todavía podía
comunicarse.
Estoy muy segura, amigo, de que no has olvidado llevarte tu
brújula para surcar el inmenso cielo azul. Un beso, Mario.