HERMANA
MAYOR
A Catalina le olían las manos
a lejía y el aliento a ajo. Solía venir por navidades a ayudar en la cocina y
mientras la veíamos trajinar, nos aseguraba que el barco de su marido estaba ya
cerca y que muy pronto recibiríamos nuestras ansiadas bicicletas. La mía sería
roja, con una cestita delante.
Pero en mi casa las paredes
hablaban. Con la oreja pegada al tabique del comedor, descubrí aquel año que el
esposo de Catalina no era capitán, sino un gandul que se había esfumado cuando
nació su hija, se asustaría al ver un bebé con bigote. Y que los Reyes eran los
padres, bueno, mi madre, que a mi padre no le gustaba ir de tiendas. Enseguida
informé a mis hermanos pequeños para que revisaran los juguetes de sus cartas y
se fueran olvidando de las bicis.
Aprovechando su estupor les
convencí de que a Catalina, la pobre, nadie le regalaría nada, así que rompimos
nuestras huchas para comprarle un frasquito de perfume. Me las apañé para
rellenar con agua de lavanda uno que encontré por ahí y lo envolví en papel de
regalo.
Con el dinero del botín
conseguí los patines que llevaba dos años pidiendo