Ni el agua
de la ducha ni la fiereza con que se frota la piel logran disipar el olor a
miseria que le invade el alma. El guante de crin viene y va, frenético,
desollándole la piel, y su cuerpo, dolorido, se va enrojeciendo bajo el agua
caliente. Se frota con saña la entrepierna, como queriendo borrar las señales
de sus encuentros con las sombras de la noche. ¿Cuántos fueron ayer? Siete,
diez, qué más da, ha perdido la cuenta. O mejor decir que hace años que ya no
la lleva, ¿para qué? ¿Para fustigarse aún más?
No
recuerda, solo quiere olvidar o, por lo menos, pensar en otra cosa. Se enjabona
la cara hasta que la espuma del gel forma una máscara de pompas que se cuelan
por su nariz y boca. Escupe asqueada una y otra vez, no hay forma de eliminar
ese sabor agrio. Todos saben a lo mismo. No, a lo mismo no, pero parecido,
porque es capaz de percibir ciertos matices. Es la voz de la experiencia, son
muchos años catando ese líquido asqueroso. Puede adivinar, sin necesidad de
olerles el aliento, la cantidad de vino peleón o whisky barato que se han
trasegado, no es tan difícil. Igual que el alcohol llega al torrente sanguíneo
con tanta rapidez, que no hay más que ver con qué facilidad lo detectan en los
controles de carretera, también tiene que estar presente en el resto de fluidos
corporales. ¿O acaso huele igual la orina de un bebé que la de un borracho?
El dolor
del esparto del guante le resulta hasta agradable, así tiene otra cosa en la
que centrar sus pensamientos. La espuma que ahora resbala desde sus ojos
arrastra el azul purpurina del maquillaje que con desgana perfiló antes de
salir anoche de este cuchitril, su hogar. Bueno, su «medio» hogar. Desde que su
matrimonio se fue al garete por culpa de su afición a las tragaperras, anduvo
rebotando de un lado para otro, como una pelota de goma. Incluso en los peores
momentos llegó a dormir en un banco del parque. Hasta que gracias a la
asistente social, con la que contactó a través de los voluntarios que le traían
cacao caliente y galletas al cajero donde se refugiaba en las noches gélidas,
pudo llegar a un acuerdo con la familia de ecuatorianos con la que ahora
compartía piso, si se puede llamar compartir a dividirse el uso del tugurio de
alquiler de una habitación: ellos de ocho de la tarde a ocho de la mañana y
ella el resto del día. Camas calientes o algo así lo llamaban. Con la
condición, y eso lo habían dejado ellos muy claro, de no compartir las sábanas
de la cama, que «aunque pobres, somos gente decente, no queremos que el
niño vea cosas y pregunte», en esto habían insistido mucho. Ella había aceptado
enseguida, no tenía más opciones: por trescientos euros al mes, más gastos a
medias, nunca encontraría nada mejor.
Habían
coincidido un par de veces en el rellano de las escaleras, buenas tardes, se
dijeron, nada más. Le habían dado lástima, otros desarraigados como ella,
aunque al menos estos se tenían los unos a los otros para consolarse y
compartir la soledad. Se imaginó su día a día en la calle: el cabeza de familia
andaría por ahí trabajando sin contratos, o peor, mendigando empleos donde se
deslomaría por cuatro perras; la esposa, limpiando la mierda de los demás en
los retretes de pisos habitados por familias felices o en modernas oficinas; el
chiquillo, en el colegio, y después en clases de refuerzo, seguro que iba algo
atrasado, y ansiando la hora de regresar a casa. La esponja dibuja suavemente
círculos sobre su vientre y nota un sabor salado en el paladar. Son las
lágrimas que se mezclan con el agua al recordar al bebé que parió muerto, fue
entonces cuando empezó a caer en picado.
Para hacer
tiempo y no coincidir con ellos, suele refugiarse de cinco a ocho de la mañana
en bares de mala muerte, rodeada de insomnes solitarios, alcohólicos,
gente sintecho, vaya palabra. La crisis ha golpeado de lleno a
su gremio, nadie está a salvo de esta lacra. Con decir que alguna noche,
desesperada, tuvo que hacer algún servicio por diez euros… Ella, que había
dejado atrás a unos padres orgullosos de su única hija, tan alta y estilosa,
tan esforzada y trabajadora, que se habían sacrificado para que pudiera
estudiar una carrera, de bailarina, sí, de las mejores de su promoción en su
Rusia natal. Renunció a un futuro prometedor, a su familia, siguiendo al hombre
de su vida, al que conoció después de una representación de «El lago de los
cisnes» en el teatro Bolshoi, con el que había conocido una existencia de lujo,
salones de belleza, abrigos de visón, viajes exóticos…
Se masajea
con fuerza los muslos, aún conservan la firmeza de sus mejores días. Las miles
de horas de entrenamiento que moldearon su cuerpo no fueron en balde, quizás no
esté todo perdido, aunque el recuerdo de cómo se la había sacudido de encima en
cuanto se enteró de su adicción al juego, justo cuando más le necesitaba, la
vuelve a sumir en el más absoluto desasosiego. Cómo le dio por ahí es algo que
aún no comprende, quizá demasiados días en soledad, pero ya no busca
explicaciones, aunque le quedan muchas preguntas sin responder. La había echado
del dúplex a patadas, el muy hijo de puta, con que le hubiera prestado un poco
de atención, un poco de ayuda, solo un poco. Con algo de tiempo, estaba
convencida de que iba a superarlo, como así fue, aunque demasiado tarde. Una
mala racha, un bache, lo tiene cualquiera, pero no, él prefirió lo fácil,
deshacerse del «problema»: un cobarde. Pero así están las cosas, es lo que hay.
Termina de
secarse con la toalla y se mete en la cama, tardará todavía lo suyo el sueño en
aparecer, como cada día. El despertador sonará a las tres de la tarde. Y hasta
poco más de las siete, lo de siempre. Prepararse la comida y un bocadillo para
la cena, cambiar las sábanas, poner la lavadora, ver la tele, lo mismo que la
gente normal. Y arreglarse para hacer la calle. La raya de los ojos siempre le
sale torcida. Es porque hace años que no se mira al espejo.