EN
EL INFIERNO
A las ocho y cuarto de la
mañana abre la puerta de su oficina. Es temprano, aún falta casi una hora para
que empiece el ajetreo diario. Hoy salió una hora antes de casa para dejar
adelantado el trabajo y así poder tomarse la tarde libre, no todos los días celebra
su aniversario de boda y reunirse con la familia al completo bien merece la
pena.
«Seguro que mi suegra Nancy
habrá preparado el pastel de manzana que tanto me gusta. Espero que el autobús
de Greg, Catherine y los niños no llegue con retraso, como siempre. ¡Cuánto
tiempo sin ver a mis nietos! Ah, que no se me olvide recoger el traje de la
tintorería antes de regresar a casa».
Sentado frente al ordenador,
se distrae unos instantes con la panorámica que se contempla desde la
cristalera que hace de fachada en esta torre. Abajo, diminutos coches amarillos
sortean hábilmente el denso tráfico; agujeros repartidos en el asfalto aquí y
allá, vomitan hordas de seres en blanco y negro que apresurados cruzan las
calles al ritmo de las luces de los semáforos; en las esquinas, quioscos de
café y bollos calientes listos para llevar. Y en el horizonte, docenas de
rascacielos compitiendo con las nubes en acariciar el amanecer, aún
somnoliento.
«Cuando llegue Leslie y vea el
desayuno que le ha traído su jefe se va a quedar boquiabierta, je,je. Siempre
es ella la que se encarga, pero hoy quiero darle una sorpresa. Es un día muy
especial para mí».
Mientras teclea y revisa lo
redactado, una tremenda sacudida lanza su silla contra la puerta. Todos los
objetos y carptetas caen de las estanterías, los armarios y percheros ruedan
por los suelos. El estruendo es de tal magnitud que se queda sordo y solo
siente un zumbido que martillea sus sienes. A partir de este momento, una serie
de imágenes y recuerdos se agolpan caóticos en su cabeza.
«Tengo que llamar a Nicky para
que corte el césped… las entradas para el teatro del viernes están en el cajón
del aparador… el fontanero vendrá el viernes a revisar ese grifo que gotea… el
lunes, partido de tenis con Patrick… ».
Intenta llegar hasta las
escaleras, pero el aire irrespirable le obliga a retroceder. Una densa humareda
le impide ver más allá de un metro y las
llamas empiezan a lamerle los pies. Asfixiado, se gira hacia las ventanas, o lo
que queda de ellas, porque los cristales han saltado por los aires hechos
añicos. Avanza torpe hacia ese aliento redentor pues los zapatos se van pegando
al suelo, derretidos. Cuando consigue subirse al alféizar para escapar del
horno en que se ha convertido la estancia, comprueba que está descalzo. Sus
pies despellejados están cubiertos de ampollas reventadas que supuran un
líquido rosáceo y de los zapatos solo queda una estela de piel negra licuada,
adherida a la moqueta.
De pronto, oye varias
explosiones procedentes de la zona de los ascensores.
«¡Dios santo, que ni mi
secretaria ni nadie se encuentren atrapados en uno de ellos. No puedo, no puedo
pensar. ¿Qué voy a hacer? ¡Oh, Dios, Dios!…».
Es extraño, no siente dolor en
los pies, quizá es porque sus brazos también están achicharrados, les cuelgan
jirones de piel. El olor que le llega es una mezcla de carne y cables quemados.
Pese a que todos los aspersores se han disparado, los ordenadores se derriten
como mantequilla y mil pequeñas hogueras avanzan por la moqueta. Por su cara
resbalan gruesas gotas de sudor. Su cerebro, parado como las agujas de un
reloj, reacciona solo cuando frente a él aparece la respuesta a la pregunta que
se le atasca en las vísceras: un avión acaba de incrustarse en la panza de la
Torre Sur, como un cuchillo que atraviesa una tarta nupcial, levantando una
nube de fuego, humo, cenizas y papeles. Ahora sí siente una punzada de dolor:
es su corazón que desbocado, pugna por salirse del pecho.
«Tranquilízate, esto es
América. Ahora, como en las películas, llegará un helicóptero con un equipo de
rescate y en cuestión de segundos volaré sujeto por unos arneses a un lugar
seguro y me reuniré con mi querida Martha y todo volverá a su lugar».
Asido con una mano a los
marcos hirvientes de la ventana, hace señales al abismo con lo poco que queda
de su camisa. Entonces ante sus ojos cae el cuerpo de un hombre desde un piso
más alto. En la fracción de segundo más prolongada de toda su vida, reconoce
por primera vez la cara de la muerte reflejada en un rostro.
«Igual que los trapecistas del
circo donde nos llevaba papá cuando Lucy y yo éramos niños, seguro que abajo
habrá una red enorme y cuando casi toque el suelo, rebotaré varias veces sobre
ella, daré unos volatines, saltaré al suelo y el público me recibirá con una
calurosa ovación».
Entonces cierra los ojos y
salta.