LA DECISIÓN DE NATASHA
Natasha
aviva el tímido fuego de la chimenea con la última silla que queda en la cabaña
y continúa con su labor. Los últimos tres días no ha hecho otra cosa que tejer
y tejer. Sus dedos hinchados, llenos de sabañones, le entorpecen el trabajo,
pero está determinada a soportar ese martirio hasta que termine la tarea. Teje
a toda prisa, perseverante, firme.
Las
primeras nieves se han anticipado al final del verano y han cogido desprevenido
al puñado de habitantes de esta aldea perdida en las montañas. No hay suficiente
hierba almacenada para alimentar al ganado, ni cereal para las gallinas, ni
leña para calentar los hogares hasta la llegada del deshielo. La situación es
desesperada y no hay nada que puedan hacer.
Hace
frío, mucho, pero Natasha es una mujer acostumbrada a los rigores de la vida,
al aislamiento, al abandono. El saquito del pequeño Igor lo terminó de coser
enseguida. Unos mechones rubios asoman por la abertura, qué hermoso está mi
niño. Y sigue tejiendo. Empecinada. Incansable.
Un
manto blanco cubre los campos y bosques, borra los caminos, sobrecoge las
almas. Inclemente, el cielo no ha cesado su descarga durante las últimas
semanas. Se han perdido las cosechas y no será posible sobrevivir aquí. Los más
jóvenes se preparan para abandonar la aldea y hacen acopio de lo imprescindible
para huir ladera abajo hasta alcanzar el pueblo más cercano, antes de que sea
demasiado tarde. Con suerte, llegarán a tiempo de dar la alarma para que un
equipo de rescate acuda a socorrer al resto.
Para
su padre, Dimitri, ya ha elegido el traje. Tiene que estar presentable, todos
lo estarán, no quiere marcharse de cualquier manera y que les encuentren así,
con sus gastadas ropas de labor. La chaqueta y el pantalón de lana que reserva
para asistir a los servicios religiosos son lo más apropiado. Solo le falta
encontrar el sombrero, luego lo buscará. De momento, pese a tener los dedos
agarrotados, continúa tejiendo a toda velocidad. Obstinada, obcecada.
Con
la ayuda de unos trineos de madera, un grupo de muchachos inicia el descenso.
En la partida, solo alguno se atreve a mirar atrás. De un par de chimeneas aún
sale un hilillo de humo, del resto cuelgan témpanos de hielo. Aprietan los
puños, las lágrimas se congelan en sus rostros. Volveremos, no os preocupéis,
saldremos de esta, se dicen para sus adentros sin demasiada convicción.
Natasha
arroja las agujas al suelo: ha terminado la prenda. Con una pala retira la
nieve acumulada y sale al patio trasero, donde la espera su familia desde hace
tres días. Coloca el sombrero de fieltro al padre y acomoda al pequeño en su
regazo. Les besa con dulzura, cuánto os quiero, estoy preparada, no tengo
miedo. Partiremos los tres juntos y seguiremos siendo una familia. Siempre
juntos, os lo prometo.
La
rigidez de sus dedos le dificulta vestirse, pero con movimientos lentos va
envolviendo su cuerpo con la mortaja. Se sienta al lado del anciano, se aferra
a su mano helada y, antes de cerrar los ojos, contempla por un instante el
cielo azul. Ha dejado de nevar.