CITIUS,
ALTIUS, FORTIUS
Por las páginas del álbum de fotos de
Marcos se desliza un dedo tembloroso que acaricia cada una de las estampas: la
carita del recién nacido, la sonrisa de dos dientes, sus primeros pasos, el
pecoso disfrazado de ovejita…
Después llegaría la bici, el marinero de
rodillas peladas, el adolescente respondón. En la última instantánea se frota
la vista, evita mirar: su hijo sentado sobre la maldita moto que le compraron a
los dieciséis. Y luego, nada. Las tinieblas ocuparon los rincones de la
habitación juvenil y no se volvió a sentir la suavidad de la luz ni el sonido
de las risas en aquella casa.
No hubo más fotos.
Un año de ingresos, operaciones,
recaídas, lágrimas y desesperación. Y por último, el alta: «No se puede hacer
más, la lesión es irreversible». Marcos se fue hundiendo en un abismo del que
nadie conseguía sacarle. Hasta que un día apareció aquel psicólogo, que logró
convencerle de que en la vida hay más opciones, todas igual de válidas. Un
desganado Marcos aceptó seguir la terapia y nada más sumergirse en la piscina
del hospital sintió que algo estallaba en su interior.
—Mamá, cuando termine en el instituto
estudiaré psicología y seguiré entrenando, dentro de cuatro años participaré en
los Juegos Olímpicos, ya lo verás —sonríe el chico mientras enjuga las gotas
saladas que caen del rostro de su madre, emborronando sus recuerdos. Ella
termina de colocar la foto del muchacho saludando con la mano desde su
silla de ruedas al borde del agua, listo para zambullirse.
Quedan muchas páginas en blanco en este
álbum y está convencida de que, con su
determinación, Marcos las llenará de
vida y color.