VIAJE
EN FAMILIA
Al dejar atrás la playa y
llegar al pueblecito pesquero cesaron los «clic clic» de
las cámaras fotográficas; el grupo que había contratado la visita guiada se
estaba empezando a impacientar. Los dos hombres, cargados con una nevera llena
de latas de cerveza, insistían en seguir buscando más restos del naufragio en
el arenal; no se conformaban con un triste zapato semihundido en la orilla ni con
un chaleco salvavidas roto. Frau Schmidt aprovechó la parada para degustar un
helado a la sombra con los niños; y los jóvenes Herbert y Klaus desaparecieron
por un callejón para fumarse a escondidas un cigarrillo entre las casitas de
adobe.
Pero se notaba que el murmullo
general era de descontento.
—Está demasiado bien conservado,
sin desconchones ni abolladuras ni vías de agua. No tiene pinta de haber estado
a la deriva lleno de sirios —protestaba Hilda a Andreas, el guía local,
señalando un bote de madera, mientras se untaba con crema protectora el rostro
quemado—. Desde luego, y perdona que te diga —prosiguió ajustándose coqueta las
gafas de sol—, esta excursión es una birria.
En el autobús de vuelta al
hotel, los hombres roncaban en sus asientos, con la barriga llena de cerveza.
Frau Schmidt daba palmas, animando a los niños a cantar. Herbert y Klaus iban
con los cascos puestos, concentradísimos en sus iphones. Y Hilda se retocaba la
máscara de ojos, mirando de soslayo al guía. ¿Se habría fijado en ella aquel
mocetón?
Andreas reprimía como podía
las lágrimas.