domingo, 10 de mayo de 2015

La tienda de antigüedades

LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES

El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. La mujer que le acompaña, casi una niña, acomoda bajo su cabeza un almohadón. Él le acaricia la mano, agradecido. La joven cuelga en el perchero su blazer de lino y se pone a curiosear por la tienda: se prueba tocados frente a un espejo de bronce, abre y cierra un paraguas de encaje negro, se pasa un cepillo de marfil por los rizos mojados que caen sobre su frente… A ratos se acerca a la puerta para contemplar las callejuelas vacías, el cielo plomizo. Después continúa paseándose entre tanta maravilla, admirando las fotografías en sepia, acariciando los baúles de cuero, ojeando algún libro descolorido y volviéndolo a posar por ahí, encima de cualquier repisa.
El anticuario va solícito tras ella. Coloca las muñecas de porcelana de nuevo en sus sillitas, intenta seducirla con los joyeros de nácar, le detalla la procedencia de los relojes de cuco que tanto entusiasmo le causan.
Sin dejar de sonreír, la muchacha desvía ahora su mirada turquesa hacia el ventanal del escaparate. Unos rayos de sol comienzan a abrirse paso a través de los nubarrones. Entonces se dirige a donde dormita el hombre y le zarandea con suavidad.
—Abuelo, ha dejado de llover. Tenemos que darnos prisa si no queremos perder el último tren.