LA ASISTENTA
A su
edad, bastante agradecida tiene que estar Gregoria a doña Luisa por no echarla
de la casa y sustituirla por una chica joven y vigorosa; porque con setenta y ocho
años, la verdad, una ya no trajina igual con los cacharros y la colada que cuando
era moza y no sufría de artritis. Por eso realiza las tareas del hogar feliz y
sin rechistar. Y en silencio. Que la señora, desde lo del esposo, anda un poco
de los nervios y cualquier ruido de nada le suele alterar.
Así
que cada mañana, después de tomarse despacito las galletas reblandecidas con el
café y las pastillas que le ha recetado el doctor, Gregoria se pone a acaldar la casa: que si airea estas sábanas
por el balcón, que si pica ajo y cebolla para el caldo de pollo, que si revisa
las bolitas de alcanfor repartidas por armarios y cómodas…
A lo
largo de la jornada, ella va tomándose sus descansos. Hay veces que hasta se
queda traspuesta en la mecedora de la galería, tan a gustito al sol, o en
alguna de las camas; pero en cuanto consigue reponerse, continúa doblando
camisones o pasando el polvo de las baldas; de las más bajas, que a las otras
no llega.
Cuando
a eso de las nueve y media doña Luisa se bebe su vasito de leche caliente con
ron y empieza a bostezar, Gregoria va al cajón de la cocina, se pone los
guantes de podar los rosales y entre las dos levantan del sillón de orejas el
cuerpo disecado de don Federico y lo acuestan en su cama. A continuación,
Gregoria da las buenas noches, apaga las luces del pasillo y se retira
derrengada a su alcoba.
Y al
día siguiente vuelta a empezar.