UNA
BRISA EN EL ALMA
Isabella seguía en pie al
borde del acantilado contemplando a su derecha la playa, la espuma de las olas
en la orilla, un castillo de arena a medio terminar. Durante unos instantes
cerró los ojos y aspiró el salitre, dejándose embargar por una deliciosa
sensación de paz.
Entonces se sentó sobre una
roca. A esperar. Unas horas más tarde la marea comenzó a retirarse abandonando
sobre el arenal caracolas rotas, algas, un zapato sin cordones y una muñeca matrioska; de la colección de Marcel, su
difunto, que tanto aborrecía a los niños y el mar. Con sus cenizas dentro.