viernes, 18 de abril de 2014

Lidia

LIDIA

Desde que murió la pobre Claudia por complicaciones respiratorias tras una operación de amígdalas, Lidia no permite que Fernando contrate a ninguna asistenta para organizar la casa. Su turno como auxiliar de clínica le deja las tardes libres y desea ser ella misma quien les atienda.
A las siete y cuarto de cada tarde, Lidia descorre las cortinas del balcón que da a la calle principal y se queda allí mirando por la ventana. Espera paciente durante unos diez minutos, no sea que Fernando y su hijo, Dani, se adelanten y se pierda la escena. Hacia las siete y media aparecen doblando la esquina cogidos de la mano. Le encanta verlos llegar juntos. El padre sale antes del trabajo para recoger al niño en la escuela y juntos hacen a pie el camino de vuelta a casa.
Sobre la mesa del comedor, Lidia ha dispuesto dos platos y dos cucharas, para la sopa de fideos. Se cena temprano en esta casa, aunque últimamente no vienen con mucho apetito. Pero ella espera que la situación cambie pronto, para eso se está esforzando. Coloca al lado de los cubiertos un yogur de fresa para Dani y una manzana para Fernando. Más tarde, deja también preparados los tazones del desayuno y unos sándwiches para el almuerzo. Todos los días, de lunes a viernes.
Fernando llega agotado. Trabaja de jornada continua, haciendo una pausa de quince minutos para comer el bocadillo y así poder salir antes. Y para estar ocupado. Prefiere no tener ni un minuto libre para no pensar. Se levanta de la mesa dejando la sopa a medias y se deja caer en la butaca. Con el mando a distancia va cambiando los canales del televisor sin decidirse por ninguno.
El niño se termina el postre. Abre la boca en un gran bostezo y se acerca a su padre para darle un beso de buenas noches.
—Que sueñes con los angelitos, hijo.
Lidia le acompaña hasta la cama. Le arropa con el edredón de Bob Esponja y empieza a leerle un cuento, pero antes de pasar la primera página ya se ha quedado dormido. Entre las clases y las actividades extraescolares, está que se cae de sueño.
—Eres muy buena, Lidia —suspira Fernando—. Pero vete a descansar, que mañana madrugas. Ya has hecho bastante.
—¿Te masajeo la espalda? Tanto ordenador termina cargando las cervicales.
—No, gracias. Escucho un rato la radio y me voy a dormir. —Con el mando apaga la tele y cierra los ojos—.  Estoy muy cansado. Hasta mañana.
Lidia le roza con los labios la frente y se acerca a la cocina para terminar de recoger. Cierra la bolsa de basura y sale al descansillo de la escalera. Cuando entra en el ascensor, se mira en el espejo. Fernando no ha reparado en su nuevo corte de pelo. Da igual. No importa. Sabe esperar. Lleva toda la vida esperando a que cambien las cosas. Es lo que mejor sabe hacer: es-pe-rar.
Camina sin prisa hacia su casa, tres calles más abajo. «Pronto ocuparé mi lugar en esta familia» se va diciendo, animosa «ahora que mi hermana no está. Fue una desgracia para ella tener asma y que no soportara la presión de la almohada sobre su cara» un brillo maligno le atraviesa la mirada al recordar aquella mañana en el hospital «y un alivio para mí. A Fernando lo vi yo primero. ¿Qué se creía doña Perfecta, que iba a ganar siempre?»
Lidia no tiene prisa. Con el pequeño Dani ya tiene medio camino recorrido y está segura de que algún día Fernando terminará aceptándola en su vida. Y en su cama.
Paciente, continúa esperando.