martes, 24 de septiembre de 2013

Secretos de familia

SECRETOS DE FAMILIA


Lo poco que sabía del tío Aniceto era lo que mi madre me había contado las escasas ocasiones en que salía el tema de su familia, que habitualmente prefería esquivar. Decía de él que siempre había sido un hombre huraño y solitario. Vivía en la misma cabaña donde nacieron ambos, apartada de la aldea, y no se relacionaba con nadie. Por ese motivo seguramente nadie le echó en falta hasta el día en que su cadáver fue hallado por un excursionista, aplastado por el tractor que conducía, tres semanas después de ocurrir el accidente. Mi madre no mantenía contacto con su hermano desde hacía más de cincuenta años, pero al ser la única pariente viva que le quedaba, no tuvo más remedio que hacerse cargo del asunto.
Desde que salió del pueblo a  los quince años con mi abuela, tras el repentino abandono de su padre, no había vuelto por allí. Aniceto, de dieciocho años, no quiso marcharse, o eso decía ella, y se había quedado al cuidado de unas cabras y terrenos de donde obtenía lo necesario para subsistir sin necesidad de bajar a comprar al pueblo más que dos o tres veces al año.
Al entierro asistimos mi madre, mi mujer y yo, y como suele ocurrir en muchas zonas rurales, las cinco viejas que no desaprovechaban ninguna oportunidad para darse un garbeo por el cementerio, como para ir familiarizándose con la que sería su futura morada. Aquella tarde de noviembre había caído una gran nevada y me pareció temerario conducir de vuelta a casa en esas condiciones y sin cadenas. En el fondo, también me atraía la idea de pasar allí la noche. Pese al peligro que suponía ponerse en carretera, me costó mucho convencer a mi madre para quedarnos a dormir, pero al final cedió, pues no teníamos más opciones. Desde luego, no la iba a permitir quedarse en el coche como ella quería. «Mamá», le reprendí, «no digas bobadas. Encenderé la chimenea y mañana temprano pediré en el pueblo unas cadenas y volveremos a casa».
Mientras yo avivaba el fuego de la lumbre, mi mujer encendió el hornillo para preparar café. Agotada por la jornada, mi madre se tomó una de sus pastillas y se quedó profundamente dormida en el sofá. Había estado muy callada todo el día, cosa nada habitual en ella, pero claro, estábamos de funeral y no me pareció oportuno molestarla con preguntas. Sentado ante la mesa de la cocina me puse a enredar en los cajones. El tío Aniceto era un coleccionista de objetos curiosos: piedras de río a las que pintaba ojos, nariz y boca, figuritas humanas y animales hechas con palitos y estiércol… También había algunos insectos muertos, no sé ya si pertenecerían a la colección o habían caído allí por accidente. Alargué la mano hasta el fondo del cajón y encontré un papel arrugado y amarillento por el paso del tiempo. Lo desdoblé cuidadosamente para no romperlo y al instante reconocí la inconfundible letra de mi madre. En la parte de arriba figuraba una fecha: 18 de octubre de 1961.
Aniceto, tienes que saber que padre no se fugó, fue un desgraciado accidente, iba a pegar a madre todo borracho y le arreé en toda la cabeza con la sartén y se desangraba y dejó de respirar y se murió. Yo mismamente lo enterré debajo de la bañera donde beben las cabras y ahí se quedará. Nos vamos a donde tío Monchi en la capital que nos ofrece habitación y un plato caliente a cambio de servirle y tú te estás ahí calladito y vigilas que nadie fisgonee por ahí. No cuentes nada, adiós, ah, que dice madre que te cortes las uñas y te cambies la muda todos los domingos. Hala, adiós.
Doblé la hoja y me la guardé en el bolsillo de la pelliza. Mi mujer me sirvió una taza de café y me puso una manta sobre los hombros. «Julián», observó mirándome con curiosidad, «estás blanco como un muerto, ni que hubieses visto un fantasma. Anda, bebe un poco, con esto entrarás en calor».