lunes, 23 de septiembre de 2013

El desatascador

EL DESATASCADOR

Me fastidió que mi mujer estuviera en casa a esas horas y no en el club, echando la partida de bridge con sus amigas. Me gusta llegar a casa y disfrutar del único momento de paz del día. Por las voces que venían del salón supe que había alguien más. Me acerqué sigiloso a espiar y en ese momento me delató el pitido del móvil.
—Julio, entra, haz el favor, no te quedes ahí como un moma —siempre se dirigía a mí con el mismo desdén. —Quiero presentarte a la nueva asistenta. Tiene muy buenas referencias y empezará mañana mismo. Salúdala, sé educado.
La mujer estaba sentada en una butaca de espaldas a la puerta bebiendo a sorbitos de una taza de café. Al principio no la reconocí, llevaba el cabello recogido en la nuca y un vestido de manga larga cerrado hasta el cuello. Se me heló la sangre cuando se giró y me dedicó una sonrisa. No podía ser. ¿Qué hacía Riana en mi casa?
—Buenas tardes, señor —puso una voz engolada y falsa. Más odiosa todavía me pareció su manera forzada de cruzar las manos sobre las rodillas, como una señoritinga y ese horrible broche con una mariposa dorada que llevaba en la solapa.
Riana no era su verdadero nombre, se lo puse yo para abreviar y porque lo había oído en la tele y me gustaba. Se llamaba Ricarda Natividad y la había conocido hacía un par de años. Trabajaba como empleada de hogar en la mansión de unos ricachones y cuando tenían alguna avería o atasco en la instalación de fontanería me avisaban a mí. La casa tenía varios baños y como era todo tan antiguo, requerían mis servicios con bastante frecuencia. A los señores ni los llegué a conocer, viajaban mucho al extranjero. El que me abría siempre la puerta de la finca era el jardinero, un hombre malhumorado y hostil. Así que solo trataba con Riana, que desde el primer día me enredó con sus encantos. Tenía un brillo picaruelo en la mirada y una risa tan contagiosa que me hacía sentir muy a gusto. Me acompañaba el tiempo que duraba la chapuza, me hacía reír con sus anécdotas picantes y cuando me incorporaba para recoger las herramientas me la encontraba con sus generosos pechos sacados por encima del sujetador. Sin duda era una hembra poderosa que a sus cuarenta y pico años —le calculé— derrochaba sensualidad por todas sus carnes. No como Mariluz, que con cada régimen que iniciaba cada vez estaba más esgalichada y no había por dónde agarrar.
—¿Seguro que la lavadora ya no perderá agua, Juliño?  —me cogió esas confianzas desde el primer día. Mientras decía esto, puso el programa de centrifugado y se remangó las faldas hasta la cintura. No llevaba bragas. —Vamos a comprobarlo. —Me agarró del mono y me lo quitó con mucha habilidad, muy profesional. Durante los diez minutos que duró el centrifugado, las suaves vibraciones de la máquina y mis empujones acompasados y rítmicos le provocaron varios orgasmos, que celebraba con aullidos de placer. Tengo que reconocer que yo quedé igual de satisfecho.
Ahora, en el salón de mi casa, mientras trataba de que el aire circulara desde la boca a mis pulmones, aquella mujer se había incorporado y me hacía una reverencia.
—Ricarda sabe cocinar y planchar, que es lo importante —proseguía mi mujer. Había estado diciendo más cosas que no pude escuchar, tenía los sentidos atascados—. Yo no puedo con todo, no me da la agenda de sí. —Mariluz no trabajaba ni teníamos hijos. Lo que a ella le gustaba era gastarse el dinero en salones de belleza y perder el tiempo en los gimnasios. Tenía docenas de chándal en los armarios. Yo transigía, me parecía la mejor manera de coincidir con ella lo justo. Además, desde que conocí a Riana, ya no la buscaba por debajo de las sábanas y eso parecía haberla aliviado, librándola de sus obligaciones conyugales. Y ahora la tenía aquí, en casa. ¡Ay, Dios mío, a que se va todo al garete, ya verás!
Durante las siguientes semanas, viví como en un sueño. Riana era muy imaginativa y hacíamos el amor cada día; en el comedor, el dormitorio, ¡hasta en la ducha! Siempre fui muy cuidadoso con los horarios, para que no nos descubriera mi mujer. Una tarde me surgió una obra en las afueras y regresé a casa más tarde, ilusionado con reencontrarme con la loba y ver qué me tenía preparado. Cuando se abrió la puerta del ascensor, me encontré en el rellano con el chico de la tienda de ultramarinos metiéndose la camisa por los pantalones. Le resbalaba la babilla por la boca y sonreía como atontolinado. Arrastró su caja vacía y sin saludarme siquiera se coló en el ascensor y mientras bajaba oí que iba silbando, tan contento. Giré la llave en la cerradura y me acerqué a la cocina. Riana estaba colocando los envases en las estanterías.
—Hola, Rianita, ya está aquí el señor de la casa —me acerqué por detrás y le susurré una cochinada con mi voz más meliflua.
—Oh, don Julio —era la primera vez que me llamaba así—, por favor, no se me arrime tanto. No quiero ni imaginar qué pensaría mi novio si le viera  a usted manoseándome…
—¿Tu novio? —la corté, entre enfadado y sorprendido.
—Pues sí, mi novio, ¿qué pasa? El Rafita, el de la tienda. Soy mujer de un solo hombre y ese chico me tiene loquita. No me mire así, ya sé que es solo un chiquillo, pero el amor no entiende de edades. Y si no mire a la marquesa de Alba con el pimpollo ese. Usted dedíquese a lo suyo y déjeme en paz.
Me fui a mi cuarto y me dejé caer en la cama, deprimido. El sueño había llegado a su fin. Se me vino entonces a la cabeza algo que había pasado por alto todo este tiempo: la cara de odio con que me miraba el jardinero del caserón donde conocí a Riana cada vez que me avisaban para desatascar una tubería.