jueves, 14 de junio de 2012

Un banco en el parque

UN BANCO EN EL PARQUE

Por las tardes, después de echarse la siesta, Roque se despide de su hija y sale a dar un paseo por el barrio. Camina con la ayuda de un bastón, los años no pasan en balde y la artrosis le dificulta mucho sus movimientos. Tras recorrer la pequeña distancia que separa su casa del parque, se sienta a descansar en el mismo banco de todos los días. Tiene suerte, siempre lo encuentra vacío porque las palomas han hecho de esta zona su territorio, y sus excrementos salpican el mobiliario urbano y alrededores. A Roque esto no le supone ningún problema, más bien al contrario. Prefiere estar algo alejado de la zona infantil de juegos, que ya alguna vez se ha llevado un pelotazo. Además le aturde un poco el griterío de los niños y las mamás: «Jessica, ¡que no empujes el columpio de tu hermano tan fuerte!»; «Te he dicho mil veces, Alejandro, que ese tobogán es para los mayores, mira que eres bruto»…
Para mantenerse ocupado hasta la hora de la cena, se suele llevar una bolsa de plástico llena de miguitas de pan que va repartiendo a las aves en minúsculas dosis. Algunas veces, como hoy, le gusta cerrar los ojos y sentir los picotazos de las palomas intentando robarle la bolsa, pero él la agarra con firmeza y hasta ahora nunca han conseguido su trofeo, las muy ladinas. A Roque esta pequeña lucha en la que siempre sale triunfante le resulta de lo más grata: algo de fuerza aún le queda en sus agarrotadas manos y lo percibe como la última batalla que puede ganarle a la vida. Con una sonrisa victoriosa en su rostro arrugado, sin darse cuenta, se queda dormido.
Las horas pasan y el parque se va quedando vacío: ha caído la noche. Dos jóvenes enamorados caminan de la mano y se adentran en la oscuridad que brindan los árboles, apremiados por su deseo de intimidad. En un banco del fondo divisan a Roque recostado. Al acercarse un poco más, examinan curiosos al anciano: en una mano sostiene un bastón, en la otra lo que queda de una bolsa medio rota y vacía. Las gafas han resbalado de sus orejas y le cuelgan torcidas de la nariz. Cualquier observador advertiría que el tránsito le ha sorprendido durante el sueño.
Nunca habrían llegado a imaginar que la muerte se reflejara con tanta paz en un rostro.